
La historia de este archivo seguramente no es muy distinta
de la de otros. Un almacén situado en la azotea
de un viejo edificio conocido como El Sobarzo fue, por
muchos años, el lugar de refugio de buena parte
de la memoria histórico documental de la península
californiana.
Además de la humedad, los hongos y otros bichos,
los estragos y las pérdidas que sufrió este
valioso legado vienen de tiempo atrás.
Varias incursiones filibusteras, invasiones extranjeras
y conflictos políticos internos, sufridos a lo
largo del siglo XIX en la península, provocaron
que las autoridades locales ordenaran el traslado de los
archivos a distintos lugares con el afán de salvaguardarlos.
Si era tomada a tiempo, esta medida favorecía,
no sin sacrificar algunos en el tránsito, la conservación
de los documentos; pero si no, la destrucción y
el saqueo de éstos eran inevitables.
Un ejemplo de pérdidas documentales notables tuvo
lugar durante el enfrentamiento bélico contra los
invasores norteamericanos, en 1847: la falta de armas
y municiones obligó a los defensores de la tierra
bajacaliforniana a utilizar “los papeles más
viejos” para confeccionar cartuchos de pólvora.
De esta forma, la historia de la ocupación jesuita
de Californias, y parte de la del siglo XVIII, se convirtió
casi por completo en patrióticas cenizas.
Gracias a la actitud conservacionista de los funcionarios
del siglo XIX, la maltrecha y cada vez más reducida
memoria histórica peninsular pudo ser rescatada
una y otra vez -la existencia de nuestro archivo histórico
es la mejor prueba de ello.
A fines de los años sesenta, historiadores, estudiosos
de la historia y ciudadanos preocupados, impulsaron el
rescate de nuestro acervo documental con el propósito
de crear el Archivo Histórico Sudcaliforniano,
ideal que vieron cristalizar el 9 de mayo de 1969. Vaya
un reconocimiento para ellos y lo mismo valga para quienes
cotidianamente dedican parte de su vida a la conservación
y ordenamiento del valioso acervo histórico calisureño.